4/29/2014

Velocidad Terminal

Y cerró los ojos. Por su memoria fluían imágenes que nunca podría olvidar. Su voz, su rostro, su tacto, su olor, su sabor... La ternura que ella le había demostrado en el pasado. La pasión que habían compartido. La felicidad de tenerla entre sus brazos. Todos esos recuerdos durante su vida los iba a atesorar.

Si el suelo no se estuviese acercando tan deprisa...

4/25/2014

Los Ojos de la Luna

La Luna observaba, callada y sigilosa, la llanura. Donde antaño crecían verdes prados, ahora se extendía únicamente un yermo páramo, un terreno inhóspito y hostil, donde un suelo rocoso y ácido daba paso sin previo aviso a inmundas y apestosas ciénagas cuyas abrasivas emanaciones quemaban los pulmones. Los pocos árboles que en la llanura crecían estaban retorcidos y deformes, sus ramas nudosas no se alzaban hacia los cielos, sino que se arrastraban por el suelo cual áspides, como intentando en vano huir de las nocivas nubes sulfurosas que poblaban el yermo.

La Luna observaba, callada y sigilosa, la llanura. Un ardiente desierto donde crecer era un reto constante, donde la fuerza de la vida pugnaba por establecerse pese a la adversidad, en una batalla perdida de antemano. Y en el centro de ese desierto, una oscura torre de obsidiana se alzaba majestuosa. Temerosa, la Luna desvió la mirada, pues no quería perturbar al único morador del páramo, el sombrío hechicero que en él se había asentado tomándolo como su hogar. Una torre majestuosa, ciertamente. Elaboradas gárgolas vigilaban cada uno de sus niveles, mientras afilados picos parecían surgir de la nada hendiendo el aire como afilados cuchillos, en un fútil intento por alejar a la parca que rondaba esas tierras. Sus negras puertas de ébano permanecían completamente cerradas, custodiadas por místicas energías de la podredumbre y la corrupción que asolaban los terrenos circundantes, impávidas ante las constantes volutas de azufre que expelían las ciénagas que la rodeaban.

La Luna observaba, callada y sigilosa, la llanura. Cotilla como ninguna, la Luna no pudo evitar sorprenderse al ver una tenue luz en la más alta ventana de la más alta estancia de la torre. Sin poder contener su curiosidad, descendió lentamente hasta ponerse al nivel de la pequeña abertura, de manera que podía vislumbrar lo que dentro acontecía. Disimuladamente, la Luna se ocultó tras una nube, esperando poder observar lo que sucedía mientras permanecía oculta a la vista.

La Luna observaba, callada y sigilosa, a través de la ventana. En el interior de la estancia se hallaba el hechicero. Vestido con su mejor túnica, de seda negra ribeteada en oro y con una suave capucha de terciopelo cubriendo su cabeza, acariciaba con ternura el rostro frío y muerto de una joven que se hallaba tumbada en una enorme losa de piedra cuadrada. La joven llevaba un vestido de un blanco prístino, brillante, que contrastaba enormemente con la oscuridad que rodeaba el lugar en el que se encontraba. Su hermoso rostro, el más bello que el mundo habría conocido y conocería jamás, mostraba una sensación de paz y serenidad como nunca nadie había disfrutado. Indiferente a lo que sucedía a su alrededor, el hechicero miraba al blanquecino rostro que tenía delante con sus negros ojos.

La Luna observaba, callada y sigilosa, a través de la ventana. Los sirvientes del hechicero, reanimados esqueletos, se afanaban por completar las tareas que su amo les había asignado, ignorantes ante el dolor que claramente lo consumía. Inmunes a las malignas nubes vaporosas que la llanura emitía, se apresuraban en reparar cualquier desperfecto de la torre y a ordenar los miles de volúmenes que, polvorientos y gastados por el uso, se amontonaban en las amplias bibliotecas de su señor. Un único siervo se hallaba en la estancia superior, pendiente de todas y cada una de las palabras de su amo, mientras permanecía inmóvil junto a la puerta de entrada, cual perchero o mueble que la adornase.

La Luna observaba, callada y sigilosa, a través de la ventana. Un leve movimiento del nigromante captó la atención de la Luna. Con su mano cansada, el hechicero tomó la mano de la joven mientras reposaba sentado en su trono de ébano y diamante. Ausente, perdido, el hechicero miró por la ventana, esperando encontrar algo que claramente no existía. Una esperanza perdida, un sueño vano, una compañía que aliviara su eterna soledad. Con sus oscuros ojos azabache, el hechicero miró hacia las estrellas, rogando y suspirando, pero solo el silencio respondía sus plegarias.

La Luna observaba, callada y sigilosa, las estrellas. Sus compañeras nocturnas, las estrellas, rechazaban mirar lo que sucedía bajo sus pies. Altaneros y crueles, los pequeños puntos de luz ardiente que hendían la oscuridad de la noche tenían la capacidad de cumplir los deseos de aquellos que moraban bajo su velo. Sin embargo, su desdén por lo acontecido a ras de suelo, convertía dichos deseos en algo inalcanzable, imposible de obtener, en una búsqueda vana y maldita que, inevitablemente, había de terminar en tragedia.

La Luna observaba, callada y sigilosa, a través de la ventana. Volviendo su triste rostro hacia el de la joven, el hechicero se irguió lentamente y acercó sus labios a la mejilla de la faz de su amada, solo para detenerse en el último segundo y volverse a sentar, sus ojos vidriosos y secos por falta de más lágrimas que derramar mirando hacia el infinito, ausentes y perdidos. Con un suspiro, el nigromante miró hacia su fiel esclavo, su siervo leal, el amarillento esqueleto que se alzaba ante la puerta de la estancia. La magia le había permitido burlar a la muerte, revivir cuerpos caídos tiempo atrás, ahora convertidos en cascarones sin mente sometidos a su voluntad. La magia lo había protegido de las inclementes e  inhóspitas condiciones del páramo que rodeaba su torre. La magia le había otorgado poder y conocimientos más allá de la comprensión humana. Y, sin embargo, el hechicero era infeliz, pues la magia no le permitía alcanzar lo que su corazón más ansiaba en este mundo. Con resignación, el hechicero se levantó de su asiento y, con un leve movimiento de la cabeza, ordenó a su sirviente que procediera con las órdenes que le había impartido. Mirando una última vez el rostro del cuerpo que se hallaba en la losa, el hechicero pensó en su amada. No, este cuerpo sin vida nunca podría ser el de su amor. Ella se hallaba lejos, en otras tierras, y por mucho que él lo intentara, la magia nunca podría conseguir que ella estuviera junto a él, y una copia creada en un laboratorio no podría satisfacer a su alma marchita y perdida. Suspirando, el hechicero salió de la sala, mientras un nefasto olor a carne quemada emanaba de detrás de él.

La Luna observaba, callada y sigilosa, a través de la ventana, y lloró.